Por: Paulius Yamin*
@Pauliusyamin

Mi nombre es Paulius Yamin. Cuando estaba en el colegio, sufrí mucho con lo que los expertos llaman “acoso escolar” o “bullying”. Me decían muchas cosas, pero una de las que más me dolía (y por eso una de las que más usaban) tenía que ver con el color de mi piel. Parece que para esas tres o cuatro personas que hoy en día son abogados, administradores o artistas, mi piel no era suficientemente blanca para ir a un colegio de clase alta en Bogotá.

El bullying o acoso escolar es un problema grave en el mundo, y produce consecuencias importantes para los millones de niños y niñas que lo sufren. Según un estudio reciente de UNICEF, más del 30% de los estudiantes entre 13 y 15 años han sufrido algún tipo de acoso escolar. En Colombia, aunque existen distintas medidas y cifras, una encuesta realizada por la OCDE encontró que alrededor del 20% de menores de edad reportan haber sido víctimas de acoso escolar, mientras que el 7.6% asegura que sufre diariamente de algún tipo de maltrato físico. Para estos millones de niños y niñas, ir al colegio todos los días es una fuente enorme de ansiedad y miedo. Los estudiantes que reportan ser víctimas frecuentes de bullying tienen peor desempeño en lectura, matemáticas y ciencias comparado con los que no lo sufren (como mostró un estudio en Estados Unidos), mientras que en Colombia, 3 de cada 5 estudiantes que sufren bullying han pensado en suicidarse.

En mi caso, duré mucho tiempo sin decirle nada a mis papás. Sentía vergüenza por lo que pasaba y por no poder solucionarlo yo mismo. Solamente llegaba a mi casa, me encerraba en el baño, y me ponía a llorar frente al espejo. Varias veces pensé en suicidarme. Después me lavaba la cara y trataba de hacer como si no pasara nada. En el colegio, unos profesores no se daban cuenta, otros sí y no les importaba, y uno se burló de mi con ellos. Solamente tuve que contarles a mis papás el día que llegué a la casa con una quemadura de segundo grado en la cara. Para la psicóloga del colegio, eran “pilatunas de niños”. El colegio siempre estuvo más preocupado por su imagen que por protegerme, y solamente aceptaron intervenir cuando amenazamos con demandar al colegio y contar lo que había pasado en los medios. Después de eso recibimos llamadas amenazantes de padres a la casa, pero el acoso paró.

Como muestra mi caso, y como pasa con muchos otros problemas sociales y colectivos, las mejores leyes y políticas públicas seguirán fallando si no incluyen estrategias para transformar el comportamiento y la cultura de las personas. Como argumenté en una columna anterior, estrategias que mejoren la cultura ciudadana y, con ella, nuestra capacidad de vivir juntos y cooperar para lograr beneficios comunes. Y eso incluye a los estudiantes que lo hacen, pero también a los que lo sufren y a los que miran sin decir nada, a los profesores que lo ignoran y a los que lo apoyan, a los psicólogos y directivos, y a los padres que siguen el ciclo de agresión.

El acoso escolar es un problema con fuertes componentes culturales y comportamentales. Investigaciones han mostrado cómo el acoso tiene poco que ver con las creencias y valores personales de los estudiantes, y que suele ocurrir en todos los niveles jerárquicos sin importar los valores personales. Más bien, los contextos donde es común el acoso escolar se caracterizan porque los estudiantes creen que el maltrato es aceptable e incluso valorado positivamente por los demás. La violencia física y psicológica, y las actitudes racistas, homofóbicas, misóginas o clasistas, se ven como “pilatunas” o como un símbolo de estatus. Por eso, el acoso es generalmente un ciclo en el que unos maltratan a otros, que responden y maltratan a otros, y así sucesivamente. La mayoría de nosotros, así hayamos sufrido de maltrato durante varios años, también recordamos haber maltratado a otros en ocasiones.

Por eso, también, las acciones y medidas para reducir el acoso en los colegios deben ir más allá de transformar las creencias y valores de los estudiantes. Deben, sobre todo, enfocarse en transformar la cultura y los comportamientos que hacen que el acoso parezca normal o aceptable. Sin ir tan lejos: investigaciones en Estados Unidos han mostrado que para detener más de la mitad de los casos de bullying (57%), es suficiente que otro estudiante intervenga en favor de la “víctima”. Por eso son tan necesarias las campañas como #NoMasBullying que recientemente lanzó la empresa Totto, o el programa de competencias ciudadanas que lleva varios años implementando el Ministerio de Educación basado en los trabajos de Enrique Chaux. Pero aunque muy valiosas, sus efectos seguirán siendo limitados si no involucran de forma suficiente a los estudiantes como actores clave en la creación y aplicación de soluciones.

Hay varios ejemplos alrededor del mundo de campañas que han logrado reducir significativamente el bullying y el acoso en los colegios transformando esas percepciones e involucrando a los estudiantes en procesos de acción colectiva. Uno de los casos más interesantes para mí, por ejemplo, son los estudios publicados por Elizabeth Levy Paluck y Hana Shepherd sobre las campañas de la Anti-Defamation League en los colegios públicos de Estados Unidos. En estas intervenciones, a los estudiantes más populares del colegio se les ofrece la oportunidad voluntaria de ser capacitados y acompañados para crear y aplicar campañas contra el bullying y el acoso. Los estudiantes discuten y escriben ensayos sobre sus experiencias y opiniones en foros abiertos, presentan obras de teatro, hacen anuncios en los altavoces de los colegios, posan para posters y volantes, visten camisetas y venden brazaletes con mensajes de la campaña a los demás estudiantes. En un estudio que incluyó 56 colegios, al final del año escolar los reportes disciplnarios por bullying descendieron en un 30%. Según los participantes, las acciones más efectivas de la campaña fueron las que se basaron en conversaciones informales y espontaneas entre los estudiantes, y no las aplicadas a través de canales institucionales.

La única iniciativa contra el acoso que recuerdo en mi colegio fue mucho más corta y desafortunada. Se trató de una conferencia en la que el conferencista les pidió a los estudiantes que se pusieran de pie si eran víctimas de acoso. La única consecuencia fue que los que nos pusimos de pie sufrimos más maltrato cuando terminó. Y aunque hoy, casi 20 años después, todavía se me hace un nudo en la garganta cuando pienso en todo eso, también me siento muy orgulloso. Orgulloso de haber entendido a tiempo que la vida sigue y que como dice la campaña, “it gets better” (todo mejora). Orgulloso de quien soy, de mi piel y de mis raíces. De haber nacido en Colombia de una mezcla improbable entre familias que decidieron hacer su hogar ahí después de tener que emigrar de Lituania (un país pequeño del Noreste de Europa) y el Líbano (un país pequeño del Medio Oriente) en la primera mitad del siglo XX. De haber encontrado después en el colegio a amigos que admiro y que me enseñaron mucho. De tener un hijo, una esposa, una hijastra y una perra a los que amo.

Mi experiencia me enseñó mucho y, en algún sentido, me hizo quien soy hoy en día. Me enseñó el valor de la bondad y me enseñó a tratar a todos con respeto. Me enseñó a sentir náuseas con la violencia y la discriminación. Me enseñó a ser empático con las injusticias que sufren los demás y me hizo querer dedicarme a cambiar el mundo (así sea un poquito, así sea para una persona). Hoy estoy terminando un PhD en Ciencias del Comportamiento en el London School of Economics, soy asesor de la Organización Internacional del Trabajo y Socio del Behavioural Lab de Lituania, donde ahora vivo. Pero aun así, ningún niño ni ningún adulto deberían pasar por eso. Y no hay ninguna excusa.

El bullying y el acoso escolar son problemas complejos que requieren normas y políticas integrales de largo plazo. Pero también requieren procesos de acción colectiva y de cultura ciudadana que logren transformar la cultura y los comportamientos de todas las personas involucradas. Y aunque eso suena complicado y abstracto, la campaña de la Anti-Defamation League muestra que no es tan complicado ni tan costoso como muchas veces creemos. Como dice la reciente campaña de la ONU: “racism stops with you & me” (el racismo termina contigo y conmigo). En este caso, como en tantos otros, la solidaridad y la empatía pueden salvarnos.

*Director de Cultura Ciudadana del Tanque de Pensamiento Al Centro.

 

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