Por: Arturo Rincón*

Terminan las festividades de fin de año y todo vuelve a la normalidad, empieza laboralmente un año nuevo y con éste entra en vigencia un nuevo salario mínimo legal que según el Decreto 2360 de 2019, es de $877.803.oo.

La expedición de este Decreto se dio en un momento de aparente conmoción interna, pero fue demostración de que a pesar de los buenos motivos que inspiran a algunos, las manifestaciones que tuvieron lugar en el mes de diciembre se vieron empañadas por la falta de liderazgo de un autoproclamado comité del paro, incapaz de influir verdaderamente en este asunto, y así mismo, de que el Gobierno paradójicamente, no siguió la línea de los empresarios e industriales, marcando por segundo año consecutivo uno de los mayores aumentos reales del salario mínimo en la historia.

Una historia corta pero fatigosa que se remonta al año 1949, cuando por primera vez se fijó un salario mínimo mensual, dando por fin cumplimiento a la Ley 6 de 1945; este mandato fue compendiado por el Código Sustantivo del Trabajo en 1950 y luego elevado al rango constitucional en la Constitución de 1991 en su artículo 53. Es innegable la importancia de debatir este tema, sobre el cual hay diversos puntos de vista, críticas e incluso propuestas, las cuales, ya con un poco de cabeza fría, se pueden analizar objetivamente.

Para empezar es importante aclarar que no hay crítica pequeña, cualquiera es una oportunidad de diálogo y aprendizaje, después de todo no todos somos economistas ni estamos totalmente informados, por lo cual para los agitadores e incendiarios, es fácil enardecer los ánimos y hacer propuestas con poco fundamento pero que pueden llegar a gozar de popularidad, de modo que es necesario un debate abierto en el que se difunda información veraz y que se haga no desde los ánimos sino desde los argumentos.

Una de las críticas que más me ha llamado la atención, es la de cierto sector que considera que el debate del salario mínimo es un tema sobrevaluado, toda vez que el porcentaje de colombianos que recibe este pago no supera el 6.7% de la fuerza laboral, unos 2.5 millones de personas.

Esta postura es errada pues el salario mínimo no sólo afecta los ingresos de esta parte de la población, sino que además sirve como medida base para los asalariados, que alcanzan el 31.8% de toda la fuerza laboral, unos 12.3 millones de colombianos, algo más de un cuarto de la población colombiana; adicionalmente el salario mínimo es una cifra de referencia que utilizan muchos trabajadores independientes para establecer el valor por sus servicios o productos; sin mencionar que los aportes de salud, pensión y otros, los pagos de multas y en general todo el sistema normativo, se soportan aún en esta cifra como valor de referencia. Sin duda alguna la mayor parte del debate se centra en el valor del salario mínimo.

Lamentablemente en muchos casos la discusión no va más allá de los $877,803 y para qué alcanzan, y se dejan de lado análisis importantes como el aumento real, el costo para los empleadores, el valor adquisitivo respecto al costo de vida y otros.

Vale la pena empezar por una revisión del aumento histórico durante las últimas cuatro décadas, desde el gobierno de Belisario Betancur (1982-1986) hasta nuestros días. Según cifras del Banco de la República, el histórico de aumentos es el que se observa en el cuadro de la página anterior.

Para un correcto análisis de esta progresión es importante entender que el aumento real del salario mínimo no corresponde simplemente al porcentaje aprobado por Decreto, sino que este porcentaje debe contrastarse con la inflación al cierre del año; por ejemplo, entre los Gobiernos de Virgilio Barco y César Gaviria se presentaron los mayores aumentos porcentuales decretados en las últimas cuatro décadas, que oscilaron entre el 26% y el 27%, pero en esos mismos años la inflación estuvo disparada, llegando a la inverosímil cifra de 32.37% en 1990, por lo tanto en esos años el aumento real del salario mínimo estuvo en cifras rojas y los colombianos asalariados, año tras año recibieron menos ingresos.

Sucede algo similar con los aumentos decretados del 7% en el gobierno de Santos, para los años 2016 y 2017, o mayores al 7% en el gobierno de Álvaro Uribe, para los años 2003, 2005 y 2009, ya que dichos aumentos se dieron en años que cerraron con la inflación por encima del 6%; si bien los aumentos reales no estuvieron en rojos, tampoco fueron tan generosos como podría pensarse.

Es comprensible que no todos los que opinan al respecto estén familiarizados del todo con el tema, por lo cual muchos en este punto se preguntarán qué es la inflación y por qué debe hacerse este contraste. Pues bien, explicada de manera sencilla, la inflación es el aumento general y continuo del precio de insumos, bienes y servicios, que se da por múltiples factores, como el aumento mismo del costo de las materias primas, escasez de productos o insumos, o una mayor cantidad de clientes o de capital; esto se explica mejor por la ley de oferta y demanda, que en pocas palabras indica, que el precio de un producto puede aumentar si hay escasez del mismo, si aumentan los compradores, si los compradores disponen de más dinero, por lo cual el producto puede venderse a un mejor precio, o si los costos de producción aumentaron, ya que estas mismas condiciones se presentan para cada uno de los insumos con los que se fabrica un producto y que toda empresa debe lidiar no sólo con los costos operativos sino con costos administrativos, de comercialización y financieros, entre otros.

Supongo que los más ortodoxos se deben estar rasgando las vestiduras con esta explicación pero nos da las herramientas mínimas para continuar nuestro análisis sobre el salario mínimo. En resumen, el aumento del salario mínimo es real sólo cuando es superior a la inflación, ya que sólo de esta manera se pueden seguir adquiriendo los mismos productos y servicios, o más; con un aumento inferior a la inflación, como sucedió durante los gobiernos de Barco, Gaviria, Samper y Pastrana, aún ganando más, alcanza para menos. En comparación, están los aumentos reales del salario mínimo más altos de la historia, para el año 1984 durante el gobierno de Belisario Betancur, para el 2006 durante el gobierno de Álvaro Uribe, para el 2014 durante el gobierno de Santos y los dos aumentos que se han hecho en el gobierno de Iván Duque.

No obstante, el debate va mucho más allá de si nos podemos sostener a flote, el debate es sobre lo que es justo y en ese orden de ideas es fácil exigir que se siga el ejemplo de Chile y México, donde se anunciaron aumentos muy superiores a la inflación, pero esta no es una decisión tan simple, mientras para el asalariado, el salario mínimo quedó fijado en $877,803 y el auxilio de transporte en $102,853 ($980,657 en total), para el empleador el costo total por empleado es de $1,361,255 a causa de los aportes adicionales; es importante aclarar que la Ley 1943 de 2019 exonera en determinados casos del pago de aportes en salud, ICBF y SENA.

Es fácil pensar que con un salario mínimo mayor se adquirirían más bienes y servicios, por lo cual los empleadores tendrían mejores ventas y con eso podrían recuperar el incremento en los pagos de nómina, e inclusive aumentar la producción y generar más empleo, pero esto es falso, desde el comienzo del año los precios ya marcarían una tendencia al aumento por los nuevos costos de nómina y de materias primas, entre otros; además, aún con un salario mínimo mayor, el consumo no aumentaría lo suficiente para sostener este incremento y el aumento del consumo después unos meses se estancaría y se estabilizaría, el efecto dominó en el aumento de los precios y el aparente mayor flujo de capital, se reflejarían a la larga en un aumento disparado de la inflación, también en precarización del empleo y aumento del desempleo, pues la alteración en los mercados sería tal que podría llevar a la quiebra a muchas empresas, en especial a las pymes, o las obligaría a procesos de restructuración, en los que tendrían que reducir drásticamente sus nóminas, tercerizar parte de sus procesos o recurrir a “contratos Pastrana” (de prestación de servicios) para ahorrarse el pago de aportes de seguridad social y otros, habría un aumento de la informalidad y una situación general de incertidumbre laboral, lo cual a su vez desestimularía el consumo.

Con una inflación y desempleo elevados, el país entraría en un decrecimiento de la actividad económica, comercial e industrial, y estaríamos nuevamente en un periodo de recesión, con una caída del producto interno bruto (PIB), pérdida excesiva del poder adquisitivo y el empobrecimiento de una mayor parte de la población, un apocalipsis económico y financiero del que cualquier economía desea librarse.

Venezuela es un ejemplo de cómo una economía nacional puede colapsar, México podría convertirse en el siguiente. Otro análisis erróneo que suele hacerse, es comparar el salario mínimo y su poder adquisitivo con el costo de vida de las ciudades más onerosas y pensar que esta comparación es válida para todo el territorio nacional, pero ciertamente no es lo mismo, lo que parece un aumento discreto en Bogotá puede parecer un aumento significativo en ciudades como Pasto, Tuluá o Ibagué, donde el costo de vida es significativamente menor.

La propuesta fácil es que el aumento del salario mínimo sea diferenciado por ciudades, pero esto atentaría directamente contra las poblaciones de las ciudades menos desarrolladas, disminuyendo su capacidad para adquirir bienes y servicios que no se producen en sus departamentos, reduciendo más su calidad de vida y agudizando la desigualdad en el país, esto irremediablemente aumentaría la presión sobre las ciudades capitales, aumentando el desempleo y la pobreza.

La idea de pagos diferenciados no es nueva, sólo hasta 1984 se unificó un mismo salario mínimo para todo el país, independiente del sector económico o de la ciudad donde se desarrollara la actividad. Antes de esta unificación, los Decretos 236 de 1963, 240 de 1936 y 577 de 1972, por ejemplo, establecían que los salarios debían ser diferenciados por zonas o departamentos del país, sector económico, tamaño de la empresa e incluso, edad del trabajador, pero el salario mínimo finalmente habría de unificarse por la discriminación intrínseca injusta que estaba afectando principalmente al sector rural.

Pero entonces ¿cuál puede ser una solución? El emprendimiento es la respuesta inmediata, pues genera empleos nuevos, dinamiza los mercados, amplia el espectro de productos y servicios, inspira a otros a emprender, etc. Pero está claro que no todos tienen las habilidades, los conocimientos o simplemente el interés por emprender, lo que evidencia por un lado la incapacidad del país para generar una cultura de emprendimiento y por otro, que el emprendimiento más que una respuesta es una evasiva al tema específico.

El núcleo de la discusión es la distribución de la riqueza, toda vez que los empleadores logran utilidades gracias al desempeño de su talento humano y en justicia los trabajadores deberían verse beneficiados en proporción a las utilidades obtenidas por las empresas para las que trabajan. La prima de servicios por definición acoge este principio, siendo una retribución que se ofrece por alcanzar las metas propuestas, un incentivo al buen desempeño y a los logros destacados, un fomento a la productividad. Fueron en parte estas las motivaciones que dieron lugar a su creación en 1948 mediante el Decreto 2474, con el cual se ordenó a las empresas a distribuir una parte de las utilidades entre los trabajadores que prestaban servicios personales en forma permanente.

En la actualidad pese a ser un derecho ganado, normativamente la prima de servicios ha perdido su naturaleza inicial y quedó reducida a una prestación social que equivale al pago del valor de un salario mínimo mensual, dividido en dos cuotas semestrales, independiente de las utilidades que obtenga la empresa.

Está claro que en muchas ocasiones las empresas pueden presentar pérdidas o cerrar el año sin utilidades, pero lo cierto es que en los últimos años la economía del país ha venido mejorando, sólo entre los años 2018 y 2019 las 5,000 empresas más grandes del país alcanzaron un total de $71 billones de pesos en utilidades y en el año 2019 el sector financiero reportó utilidades por $89,5 billones; si bien muchas empresas pagan a sus empleados primas extralegales, bonificaciones de éxito u otros incentivos, no es el común denominador.

Tal vez es momento de que se reglamente una prima extralegal en los casos de estas grandes empresas y del sector financiero, que constituya un paso decisivo para enfrentar la desigualdad y obrar en justicia con el talento humano que con su trabajo contribuye a obtener semejantes ganancias. Un punto de inicio y poco explorado, es la Ley 789 de 2002, que en su artículo 44 establece estímulos para las empresas que repartan utilidades entre sus empleados y les permitan participar del capital de las empresas a través del mercado accionario, lo cual se ajusta más a la naturaleza propia de una prima y abre nuevas perspectivas en materia de ahorro.

Es necesario que el Gobierno regule este proceso adecuadamente, fortaleciendo el mercado para generar confianza, ampliando las alternativas disponibles para los trabajadores sin que se restrinjan al mercado bursátil, vigilando que las empresas obren con rectitud, y porque el público en general ignora las dinámicas y lo que es un beneficio para el trabajador podría terminar en manos de intermediarios o de inescrupulosos, o convertirse en un intangible inservible que no represente un valor agregado y que por el contratrio pierda valor.

No es un modelo experimental, históricamente ha sido un modelo funcional en otros países, que fortalece el empoderamiento, incentiva la inversión e incluso genera ingresos adicionales para quienes participan activamente. Sería un punto de inflexión a partir del cual los trabajadores puedan participar verdaderamente de las ganancias que con su trabajo generan.

En el 2019 las acciones de empresas como Avon, Pepsico, McDonald’s, Mastercard, Starbucks, con presencia en Colombia, tuvieron un excelente comportamiento; en el mercado nacional el índice accionario presentó en general una buena valoración durante el 2019 y se espera un mejor comportamiento durante el 2020. El Gobierno debe tomar la iniciativa para promover la implementación de este proceso, y evaluar su efectividad para redistribuir la riqueza, incentivar la productividad y fomentar el ahorro.

No hace falta esperar a que haya manifestaciones desbordadas para que se den cambios significativos en materia de salario mínimo y primas, como sucedió en los años 1948 (establecimiento de la prima de servicios) y 1949 (primer salario mínimo decretado), bajo el gobierno de Ospina Pérez, tras los terribles acontecimientos del “bogotazo”. Como colombianos nos encontramos en un estado de madurez política y social que nos permite visionar y concretar cambios sostenibles, que reduzcan la desigualdad, propicien la distribución equitativa de la riqueza y acaben con los vicios que han corrompido las ramas del poder público.

Chile nos ha dado un claro ejemplo al aprobar por ley la reducción hasta de un 50% en los sueldos de diputados, senadores, ministros, subsecretarios, alcaldes, intendentes y gobernadores; para nuestro caso sólo basta con que el pago de los Congresistas se corresponda con el tiempo que realmente sesionan, como sucede en otras Corporaciones y que se siga el ejemplo de austeridad de otros países como Suecia, donde lejos de una cultura extravagante, de derroche, los Congresistas exhiben una cultura profesional, de ejemplo y servicio.

Urge una reforma pensional que corte de tajo las onerosas e inmerecidas pensiones de excongresistas, exmagistrados y expresidentes, que socavan el sistema y le quitan a los que verdaderamente necesitan y merecen. Pero esto no es un papel que le corresponda solamente al Gobierno, ¿podrá el Congreso legislar con ética y justicia para asegurar estos cambios? Se necesita mucho más que voluntad de diálogo, se necesita verdadera voluntad para actuar, para enfrentar a esa clase política de todos los partidos, viejos y nuevos, que se niega a cambiar por el bien de Colombia.

Huelga afirmar en todo caso que urge también atender y con sentido de realidad, el problema del desempleo (será tema para un próximo artículo) ya que éste inevitablemente alcanzará cifras tope en la década del 2021 al 2030, debido al impacto de las nuevas tecnologías y en especial de la inteligencia artificial, que reemplazarán y automatizarán cargos de todo tipo, en atención al cliente, ventas, diseño, contabilidad, periodismo, transporte, construcción, agricultura, educación, producción industrial, entre muchos otros; una crisis de dimensiones insospechadas se cocina poco a poco, ineludiblemente la oferta laboral año a año será aún menor y la tensión social irá en aumento.

Quienes aseguran que el debate sobre el salario mínimo es irrelevante difícilmente llegarán a tener la razón, pero ciertamente el diálogo nacional no podrá centrarse en cuánto ganarán los asalariados sino en cómo fomentar la creación de empleos sostenibles y bien remunerados. Una pista: no existe registro histórico alguno que demuestre que reducir impuestos genera empleo.

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