Por: Jorge Luis Gil

Muchos aspectos de nuestras vidas se dan por sentados desde que nacemos. En el caso de los hombres, por ejemplo, se asume que debemos procesar nuestras emociones de forma discreta y privada, en otras palabras, minimizarlas. O que debemos asumir ciertos roles en la sociedad como protectores o defensores. Al no analizar crítica e introspectivamente esta situación, aceptamos construir un camino seguro pero ciego sobre el cual echamos a andar nuestras relaciones personales.

Pensar nuestra masculinidad es tocar las fibras más sensibles de nuestro ser social, pues solo con realizar este ejercicio mental ponemos en tela de juicio las estructuras “sólidas y fuertes” que nos brindan los privilegios que ganamos por el simple hecho de ser hombres. Es decir, al preguntarnos qué significa ser hombres ponemos en duda nuestra masculinidad.

El ejercicio crítico, entonces, se convierte en un acto arriesgado en el que nos veremos enfrentados a nuestro propio reflejo, empezando por la pregunta más simple pero también más compleja: ¿Qué es ser un hombre? Al intentar dar respuesta a este cuestionamiento, los prejuicios sobre la masculinidad empiezan a moldear unas características físicas y comportamentales que se asignan al deber ser de un hombre, tales como: un hombre tiene pene, tiene que ser fuerte, tiene que limitar al máximo la emotividad, tiene que ser valiente, tiene que ser heterosexual, tiene que ser el proveedor del hogar y, sobre todo tiene, que ser poderoso, en cualquier ámbito del contexto social. Estas características, en parte, es lo que se conoce como masculinidad hegemónica.

¿Qué pasa si un hombre no cumple con estás condiciones? ¿Deja de ser hombre?  ¿Se convierten en un mal hombre? La respuesta, por supuesto, es no, porque ser hombre es mucho más complejo que una lista de atributos físicos y de comportamiento. Ser hombre es una identidad, que si bien se construye subjetivamente, está ligada a la cultura, la política y la geografía de una sociedad en un tiempo específico. Así que para entender nuestras masculinidades y por ende nuestras hombrías debemos analizar el cómo aprendimos a ser hombres y en qué contexto.

Si bien la masculinidad hegemónica está presente en todos los aspectos de la vida social, hay atributos de la misma que son más evidentes en ciertos contextos sociales, por ejemplo, la figura de proveedor del hogar es mucho más importante y realizable en los sectores rurales que en los sectores urbanos. Si empezamos a reconocer los distintos contextos en los que vivimos, descubrimos que es imposible cumplir con las expectativas de la masculinidad hegemónica: no todos los hombres tienen pene, no todos los hombres son proveedores del hogar, no todos los hombres son heterosexuales y no todos los hombres ejercen poder para dominar a las mujeres.

Pensar nuestra masculinidad no solo tiene que reconocer la diversidad entre nosotros, sino que tiene que romper el molde hegemónico y echar abajo el común denominador machista que nos impide construir una sociedad con justicia social. Por más difícil que sea, el análisis crítico nos servirá como una herramienta para cuestionar la manera en que construimos y aprendemos nuestras masculinidades, así como para reconocer qué tipo de hombre somos y si nuestra masculinidad es tóxica o por el contrario contribuye a la construcción de una sociedad equitativa e igualitaria.

*Miembro Dirección de Género y Equidad

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