¿A qué le tienen miedo los honorables congresistas?

¿A qué le tienen miedo los honorables congresistas?

Por: Sofía Salas

Ayer a las 11 de la noche, la plenaria de la Cámara de Representantes votó para archivar el proyecto de Reforma Política presentado por José Daniel López y otros congresistas, que incluía medidas de paridad (50-50) y alternancia (listas cremalleras) para asegurar una representación equitativa de las mujeres en el Congreso. Con 91 votos a favor y 58 en contra, los congresistas decidieron archivar el proyecto en segundo debate. 

Es sumamente preocupante que se archive un proyecto de tanta relevancia sin siquiera dar el debate en democracia o tener discusiones relevantes, que es lo que, en teoría, deben hacer los congresistas. Es aún más inquietante que el congreso esté tan desconectado de la ciudadanía y sea tan resistente al cambio. Un Congreso deslegitimado y desconectado dejó caer en dos semanas la financiación de la JEP, el proyecto de ley que regulaba el uso recreacional y adulto del cannabis y una reforma política que ofrecía una oportunidad excepcional para fortalecer la democracia, robustecer los partidos políticos y reconocer la deuda histórica de la política con las mujeres. 

¿A qué le tienen tanto miedo los que archivaron el proyecto? ¿A abrir espacios y soltar poder? ¿A tener discusiones sobre cómo fortalecer la democracia? ¿A reformar las reglas? ¿A que las mujeres participen en política y tengan la representación que merecen?  ¿A robustecer a los partidos y despersonalizar la política? 

Se perdió esta batalla, pero la lucha por robustecer la democracia y lograr que más mujeres participen en espacios de toma de decisión debe seguir. Las mujeres somos el 52% de la población en Colombia, pero nuestra representación en cargos de elección popular es mínima: 12% Alcaldías, 6,25% Gobernaciones, 16,7% Concejos, 0,41% Asambleas y 19,6 % Congreso (Consejo Nacional Electoral). Los números están incluso muy por debajo de la cuota del 30% que determina la ley de cuotas. Los principios de paridad (50-50), alternancia (listas que alternan hombres y mujeres) y universalidad (aplicación a todos los espacios de toma de decisión) son indispensables para asegurar que la representación equitativa sea una realidad. Estos principios están contemplados en la Constitución del 91, pero hace falta aterrizarlos y hacerlos realidad. 

No es la primera vez que los políticos se resisten a que las mujeres participen en espacios de poder. En 1954, las sufragistas liberales y conservadoras sumaron fuerzas para lograr el derecho al voto para las mujeres. Muchos hombres en ese entonces se resistían a la participación de las mujeres porque, según ellos, “sería el paso inicial en la transformación funesta de nuestras costumbres y en la pugna entre los sexos”. Entre los argumentos que han esbozado hombres y mujeres contra la paridad está que las mujeres tenemos que ganarnos las cosas por mérito o que la discriminación positiva también es discriminación. 

Las mujeres no queremos nada regalado, queremos que se reconozcan las inequidades estructurales e históricas y las barreras que enfrentamos las mujeres para participar en igualdad de condiciones, como el acceso a recursos de los partidos o la violencia política que han experimentado 70% de las mujeres en política. Proyectos como la reforma política y o la reforma al código electoral que está en curso apuntan en esa dirección y movimientos como la campaña ciudadana PARIDAD YA ponen en evidencia que esta es una demanda inminente de la ciudadanía. 

Nada asegura que tener más mujeres en el poder va a mejorar la situación de las mujeres en el país, pues tener cuerpo de mujer no es sinónimo de tener agendas de mujeres o agendas feministas. Sin embargo, la representación importa y puede cambiar las narrativas sobre el poder y sobre lo que hacen las personas que acceden a él, como lo explicó Jill Filipovic en las elecciones legislativas de 2018 en Estados Unidos. Las representantes Juanita Goebertus, Adriana Matiz, Maria Jose Pizarro y Angela Maria Robledo  dieron ejemplo de esto en sus intervenciones en defensa de la reforma política. 

Es una lástima que el miedo haya ganado esta batalla, pero la lucha debe seguir porque sin mujeres la democracia está incompleta. Una mayor representación será beneficioso para la sociedad en su conjunto y ayudará a robustecer la democracia.

 

 

*Directora de Género y Equidad

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Acoso callejero y espacio público

Por: Tania Patiño

En una de las pocas ocasiones que he salido a la calle durante la cuarentena, un hombre se me acercó y me dijo unas palabras sobre mi aspecto físico que él consideró apropiadas y que yo percibí como abusivas e impertinentes, además de incómodas. Su mirada intrusa sobre mi cuerpo me asustó. Generalmente sigo sin decir nada, pero en esta ocasión reaccioné y le dije: ¿puede dejar de hacer eso? El hombre hizo cara de intimidación cuando vio que alguien del lugar a donde se dirigía podría percatarse de lo que había hecho. Pocas veces le respondemos a un agresor en la calle, pensé.

En el mundo, entre el 80% y el 100%  de las mujeres han sido acosadas alguna vez en la calle. Al igual que el resto de las colombianas, desde muy joven he padecido y normalizado el acoso callejero en sus múltiples manifestaciones. Aunque ese lenguaje verbal y no verbal violento ejercido contra las mujeres puede parecer una banalidad o un capricho, tiene consecuencias negativas en nuestras vidas, por ejemplo, evitar estar en espacios públicos o sentir altos niveles de miedo en lugares como restaurantes, transporte público, parqueaderos, calles o parques. Como sociedad, tenemos la obligación de revisarlo y transformarlo.

El acoso callejero es una forma de violencia contra las mujeres, que hace parte de un continuum cuya manifestación más extrema es el feminicidio. Que el acoso esté normalizado no significa que no sea violencia. Si no lo nombramos como lo que es, no podremos cambiarlo. El informe “(In)seguras en las ciudades” de la organización Plan Internacional reveló que el acoso sexual es el principal riesgo de seguridad que enfrentan las niñas y las jóvenes en el mundo.

En Colombia, la violencia contra las mujeres está concebida por la Ley 1257 de 2008, como “cualquier acción u omisión, que le cause muerte, daño o sufrimiento físico, sexual, psicológico, económico o patrimonial por su condición de mujer, así́ como las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de la libertad, bien sea que se presente en el ámbito público o en el privado.” El acoso callejero restringe el derecho de las mujeres a vivir libres y seguras y es una forma de violencia de género.

Esta violencia es la manifestación pública de muchas otras violencias ejercidas en ámbitos de la vida más privados; y es también un síntoma de que algo no está bien en nuestra sociedad.

Si los hombres en Colombia maltratan a las mujeres en las calles de todo el país, ¿qué garantías de seguridad tendremos en el ámbito privado?

Cuando un hombre en la calle utiliza sus palabras, sus movimientos corporales o su fuerza para relacionarse de manera violenta con las mujeres, está ejerciendo una amenaza de escalada de violencia y está coaccionando a la mujer a abandonar ese espacio, lo que termina en una cadena sin fin de privación arbitraria de la libertad de las mujeres. Esto impacta sustancialmente nuestra movilidad y, en general, el ejercicio de nuestro derecho al espacio público. Las mujeres sabemos que el riesgo de salir a la calle solas es muy alto, nos cohibimos de estar a ciertas horas en el ámbito público y escogemos la forma en que nos vemos tratando de minimizar con esas medidas la violencia sexual en la calle. Ser mujer es, muchas veces, tener miedo de salir a la calle. Las únicas razones: ser mujeres y estar en un espacio público. No existe ninguna justificación para este tipo de violencia.

Estas acciones y comportamientos nos afectan moral y psicológicamente y, en algunos casos, física, sexual y hasta económicamente si esto, por ejemplo, implica restricciones para la movilidad que afecte el ámbito laboral. Sin desconocer que la inseguridad nos afecta a todos, los hombres no padecen esta violencia particular y no se percatan de este tipo de situaciones para tomar ciertas decisiones en su vida cotidiana, lo que de entrada genera condiciones de desigualdad en libertades y derechos.

Una recomendación para los hombres: si creen que el acoso callejero es un chiste o algo sin importancia, pregúntenle a mujeres cercanas a ustedes cómo se sienten cuando salen, qué significa un piropo en la calle, cómo se sienten después de una situación de acoso en un espacio público y cómo han repercutido esos hechos en sus decisiones. Encontrarán varias respuestas de quienes a ustedes jamás se les ocurriría decirle o hacerle lo que tal vez le han dicho a una desconocida en las calles de Colombia, o lo que tal vez han dejado pasar como un chiste.

Para generar un cambio que redunde en beneficio de los derechos y libertades de las mujeres debemos todas y todos rechazar el acoso callejero, hacer cada vez más consientes a las mujeres de la importancia de reaccionar con firmeza frente a estos hechos inaceptables. Los hombres además deben trabajar para transformar su masculinidad y relacionarse de forma más saludable con el mundo y en general con mayor respeto por las mujeres y por ellos mismos. Alrededor del mundo hay varias iniciativas como Men Can Stop Rape, the Coaching Boys into Men program y Man Up Campaign. Finalmente, las ciudades deben ser diseñadas con una perspectiva de género, de tal forma que las mujeres podamos gozar de nuestros derechos y ejercer nuestras responsabilidades de forma segura, libre, tranquila y en igualdad de condiciones.

 

 

*Miembro Dirección de Género y Equidad

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¡Qué orgullo!

Por: Jorge Luis Gil A.

En el mes de junio se conmemoran las revueltas del StoneWall Inn en Nueva York en 1969, donde miembros de los sectores LGBT+ se levantaron y manifestaron por seis días seguidos en contra de los abusos policiales y la discriminación. A partir de ese momento millones de personas celebran su existencia y exigen sus derechos en las icónicas marchas que se llevan a cabo en muchas ciudades alrededor del mundo.

Aunque estas movilizaciones han logrado visibilizar las luchas por los derechos de los sectores LGBT+ y derribar algunos de los prejuicios, aún queda un camino largo por andar. Las personas trans siguen siendo discriminadas, asesinadas y sus derechos vulnerados: según informes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos,  la expectativa de vida de las mujeres trans es de tan solo 35 años. Los sectores LGBTQ  siguen siendo discriminados por su orientación sexual e identidad en su lugar de trabajo, según el informe del proyecto PRIDE de la organización Internacional del Trabajo –OIT-.  Ni hablar de los pocos escenarios de participación y las escasas oportunidades de que las personas de los sectores diversos ocupen puestos de decisión importantes en el Estado o en la empresa privada.

Aunque hace falta mucho por avanzar también hay mucho que celebrar y conmemorar:

Por ejemplo, en el 2015 se lanzó el informe “Aniquilar la Diferencia” del Centro de Memoria Histórica, el primer informe oficial sobre las victimas LGBT+ del conflicto armado, que permite ampliar el espectro de análisis de la historia del conflicto colombiano desde una perspectiva de género y diversidad. Las víctimas LGBT+ por primera vez fueron reconocidas y sus historias, hasta entonces silenciadas, fueron visibilizadas.

[1]

A finales de ese mismo año, la Corte Suprema, mediante la sentencia C- 683, reconoció el derecho de los niños y niñas que son aptos para la adopción a tener una familia sin importar si los adoptantes son personas del mismo sexo. Así el concepto de familia se amplia y se reconoce que la orientación sexual de una persona no la hace más o menos idónea para tener hijos.

[2]

En el decreto 1227 de 2015 se estableció el procedimiento para que las personas puedan cambiar su sexo en la cedula de ciudadanía, como resultado de años de movilizaciones de los sectores trans quienes han exigido que su cédula sea un documento de identidad que refleje su identidad de género y su nombre identitario. Esto permite que, en todo acto administrativo, público y privado, sean reconocidos. Como resultado de esta medida, desde 2019, los menores de edad también tienen derecho a cambiar el sexo en sus documentos de identidad.

[3]

Desde el 2016, con un fallo de la Corte Constitucional se abrió la posibilidad a que personas del mismo sexo se puedan casar y conformar un matrimonio, lo que tiene implicaciones legales y culturales de gran relevancia. Por ejemplo, anteriormente, si una persona homosexual era hospitalizada, su pareja no podía visitarla en el hospital por no tener ningún tipo de parentesco. El amor y razón le ganaron la partida a la discriminación.

[4]

Si bien muchas de estas victorias se han dado en el ámbito jurídico, los logros simbólicos son igualmente importantes. En el 2019, Brigitte Baptiste fue nombrada como rectora de la EAN, siendo la primera mujer transgénero de la historia de Colombia en ocupar dicho cargo en una universidad. Ahora en su papel como rectora, Baptiste ha abierto puertas para otras personas trans, al crear un programa de becas para posgrados y cursos enfocados en la tecnología, reconociendo las dificultades que existen en los ámbitos académicos para incluir este grupo poblacional.

[5]

En 2020 Claudia López se posesionó como Alcaldesa de Bogotá, siendo la primera mujer que llega a este cargo en la ciudad y se convirtió en la primera lesbiana en la historia de Colombia en ocupar un cargo de elección popular de alto nivel en el Estado. Aunque ha sido fuertemente criticada por implementar el pico y género y por el manejo que el equipo de la Alcaldía le dio a la muerte de Alejandra Monocuco, su administración acaba de empezar así que hay que esperar para ver cuáles serán sus resultados en la protección y promoción de los derechos de las mujeres y las personas LGBT+, temas que estuvieron presentes durante toda su campaña.

[6]

Todos estos avances fueron posibles gracias a la lucha por los derechos que han dado los sectores LGBT+ en el país a través de la movilización, el activismo y el litigio estratégico. Cada avance es el fruto de miles de horas de trabajo y de movilización permanente, que muchas veces costaron la vida de grandes activistas como León Zuleta. Estas luchas han cambiado la historia de millones de personas LGBT+ en el país, han cambiado la historia de Colombia para siempre.

 

[1] Portada del informe Aniquilar la Diferencia del Centro Nacional de Memoria Histórica. 2015

[2] Los esposos Lacher-Sanchez son la primera pareja homosexual en adoptar. Fuente: RevistaZero. 2017

[3] Foto de Juan Jaime en el 2015 en luego de darse a conocer el decreto 1227. Fuente: Sentiido.

[4] Diego Quimbayo Y José Ticora fueron la primera pareja de Gays que se casó en Colombia. Fuente: orgullolgbtcolombia.blogspot.com

[5] Brigitte Baptiste, rectora de la Universidad EAN. Fuente: Universidad EAN

[6] La alcaldesa de Bogotá Claudia López. Fuente: Twitter.

 

*Miembro Dirección de Género y Equidad

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Nuestras Masculinidades

Por: Jorge Luis Gil

Muchos aspectos de nuestras vidas se dan por sentados desde que nacemos. En el caso de los hombres, por ejemplo, se asume que debemos procesar nuestras emociones de forma discreta y privada, en otras palabras, minimizarlas. O que debemos asumir ciertos roles en la sociedad como protectores o defensores. Al no analizar crítica e introspectivamente esta situación, aceptamos construir un camino seguro pero ciego sobre el cual echamos a andar nuestras relaciones personales.

Pensar nuestra masculinidad es tocar las fibras más sensibles de nuestro ser social, pues solo con realizar este ejercicio mental ponemos en tela de juicio las estructuras “sólidas y fuertes” que nos brindan los privilegios que ganamos por el simple hecho de ser hombres. Es decir, al preguntarnos qué significa ser hombres ponemos en duda nuestra masculinidad.

El ejercicio crítico, entonces, se convierte en un acto arriesgado en el que nos veremos enfrentados a nuestro propio reflejo, empezando por la pregunta más simple pero también más compleja: ¿Qué es ser un hombre? Al intentar dar respuesta a este cuestionamiento, los prejuicios sobre la masculinidad empiezan a moldear unas características físicas y comportamentales que se asignan al deber ser de un hombre, tales como: un hombre tiene pene, tiene que ser fuerte, tiene que limitar al máximo la emotividad, tiene que ser valiente, tiene que ser heterosexual, tiene que ser el proveedor del hogar y, sobre todo tiene, que ser poderoso, en cualquier ámbito del contexto social. Estas características, en parte, es lo que se conoce como masculinidad hegemónica.

¿Qué pasa si un hombre no cumple con estás condiciones? ¿Deja de ser hombre?  ¿Se convierten en un mal hombre? La respuesta, por supuesto, es no, porque ser hombre es mucho más complejo que una lista de atributos físicos y de comportamiento. Ser hombre es una identidad, que si bien se construye subjetivamente, está ligada a la cultura, la política y la geografía de una sociedad en un tiempo específico. Así que para entender nuestras masculinidades y por ende nuestras hombrías debemos analizar el cómo aprendimos a ser hombres y en qué contexto.

Si bien la masculinidad hegemónica está presente en todos los aspectos de la vida social, hay atributos de la misma que son más evidentes en ciertos contextos sociales, por ejemplo, la figura de proveedor del hogar es mucho más importante y realizable en los sectores rurales que en los sectores urbanos. Si empezamos a reconocer los distintos contextos en los que vivimos, descubrimos que es imposible cumplir con las expectativas de la masculinidad hegemónica: no todos los hombres tienen pene, no todos los hombres son proveedores del hogar, no todos los hombres son heterosexuales y no todos los hombres ejercen poder para dominar a las mujeres.

Pensar nuestra masculinidad no solo tiene que reconocer la diversidad entre nosotros, sino que tiene que romper el molde hegemónico y echar abajo el común denominador machista que nos impide construir una sociedad con justicia social. Por más difícil que sea, el análisis crítico nos servirá como una herramienta para cuestionar la manera en que construimos y aprendemos nuestras masculinidades, así como para reconocer qué tipo de hombre somos y si nuestra masculinidad es tóxica o por el contrario contribuye a la construcción de una sociedad equitativa e igualitaria.

*Miembro Dirección de Género y Equidad

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Machismo

Por: Sofía Salas

Un hombre asesinó a Daniela. La mató por ser mujer. A Daniela Quiñones la mató ese hombre, pero también la mató el machismo que ha matado a 104 mujeres en lo que lleva la cuarentena y a cinco mujeres en las últimas 48 horas. En los últimos dos días, además de Daniela, fueron asesinadas Yudy Fernanda Pérez, Marinella Flórez, Heidy Soriano y su hija de 4 años por ser mujeres.

Es imposible leer el nombre de Daniela en las noticias sin pensar en la canción de Las Tesis y repetirla en la cabeza, una y otra vez: 

El patriarcado es un juez

que nos juzga por nacer,

y nuestro castigo

es la violencia que ya ves.

Es feminicidio.

Impunidad para mi asesino.

Es la desaparición.

Es la violación. 

Casos como este son particularmente dolorosos porque nos recuerdan a las mujeres que no tenemos derecho a vivir sin miedo, a caminar tranquilas, a volver a nuestra casa después de una noche de fiesta sin preocuparnos. Nos duele también porque es la manifestación más brutal de una sociedad misógina en la que las mujeres estamos en desventaja. Según ONU Mujeres, “el feminicidio se refiere al asesinato de una mujer por el hecho de serlo, el final de un continuum de violencia y la manifestación más brutal de una sociedad patriarcal. (…) El feminicidio hace parte de las múltiples y complejas violencias contra las mujeres, y no puede entenderse sólo como un asesinato individual, sino como la expresión máxima de esa violencia, en la que el sometimiento a los cuerpos de las mujeres y extinción de sus vidas tiene por objetivo mantener la discriminación y la subordinación de todas.”

Según las estadísticas, la probabilidad de que condenen al asesino de Daniela es del 13%. Sin desconocer que la impunidad en Colombia es general y alarmante, el caso de los feminicidios particularmente preocupante. De 20 casos ocurridos en los primeros 45 días del 2020, solo el 50% de los victimarios ha sido capturado y en 2018, solo el 13% de los casos de feminicidio resultó en condena.

A los que ante las denuncias, las quejas, las protestas y las manifestaciones en redes siguen diciendo que exageramos, que nos estamos victimizando, que estamos locas, les pregunto: ¿Es exageración poner el grito en el cielo cuando en los primeros 30 días de cuarentena los hechos en los que la vida de las mujeres está en peligro) han aumentado un 553%? ¿Nos estamos victimizando cuando en el mundo 58 de cada 100 mujeres son asesinadas por sus parejas o familiares? ¿Estamos locas cuando protestamos porque en Colombia cada 36 horas muere una mujer que había denunciado maltrato? 

Acabar con los feminicidios requerirá desmontar la cultura machista. Empecemos por creerle a las mujeres y exigirle a los gobiernos locales y nacional que le den la prioridad que merece. Necesitamos policías, fiscales, jueces y juezas, comisarios y comisarias, sensibilizados y capacitados para investigar y juzgar la violencia contra las mujeres. Debemos fortalecer los mecanismos de denuncia, de tal forma que tengan en cuenta las limitaciones que enfrentan las mujeres para denunciar en diferentes contextos. Es fundamental destinar los recursos económicos y humanos necesarios para prevenir y abordar la violencia contra las mujeres.   

Sin embargo, nada de esto será suficiente si no empezamos por reconocer que la nuestra es una sociedad machista que debe repensarse como una sociedad equitativa con las mujeres, con todas las mujeres. Nombremos el machismo por lo que es; reflexionemos sobre las prácticas, acciones y palabras que asumimos como normales; cuestionemos más a nuestros amigos, colegas, familiares; exijamos que haya más mujeres en el poder defendiendo los derechos de las mujeres. Mientras lo hacemos, pensemos en cómo estamos educando a la próxima generación: antes de enseñarle a las niñas a cuidarse y a tener miedo, enseñemosle a los niños a no ser violentos y a ver a las mujeres como pares.

Descansa en poder, Daniela. Seguiremos gritando fuerte y claro: “la culpa no era mía, ni dónde estaba, ni cómo vestía.” La culpa es de los hombres violentos, de una justicia que no llega, de una sociedad que irrespeta a las mujeres. ¿Será locura pedir que se respete nuestro derecho a vivir sin miedo, a caminar tranquilas, a no dormir, literalmente, con el enemigo?

*Directora de Género y Equidad

 

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Alejandra

Por: Carolina Flechas

Alejandra Monocuco sintió un dolor fuerte en el pecho. Así comenzó. Alejandra llamó al 123, porque necesitaba ayuda. Los paramédicos la miraron y sin examinarla dijeron que era una sobredosis. “No le den agua, ya le va a pasar” dijeron. Alejandra tenía VIH y cuando el camillero se enteró decidió no trasladarla. Alejandra murió ahí.

La red comunitaria, de la cual hacen parte varias de sus compañeras, quiso comunicarse con las autoridades y diez horas después aún no había respuesta. El CTI llegó tarde. Embalaron el cuerpo y la dejaron ahí.

Las versiones de la Secretaría son confusas. Dicen que algunas compañeras de Alejandra firmaron para que no la trasladaran. Cinco días después declararon que mintieron. Tampoco desinfectaron nada, se fueron así no más.

“Fue un error, quizá estigma” dijo Claudia López en un comunicado, y mediante este reconoció que la actuación de las autoridades fue deficiente.  Afirmó que “se va a encargar de que haya justicia”.  Alejandro Gómez, Secretario de Salud, también reconoció el error. Agregó que “están trabajando para que situaciones así no se repitan”. 

Colombia es un país con estereotipos lacerantes, con prejuicios históricos que cuestan vidas. Alejandra era una mujer trans, trabajadora sexual, víctima del conflicto y portadora de VIH. Alejandra era, sobre todas las cosas, una ciudadana, sujeto de derechos que el Estado tuvo que haber garantizado.

El perdón que llega tarde no va a traer de vuelta a Alejandra, pero la implementación de políticas públicas inclusivas que tengan un enfoque interseccional y que tengan en cuenta a mujeres en contextos vulnerables, sí. Hay un largo camino por delante. Sus voces de resistencia deben ser incluidas en políticas públicas que garanticen inclusión y, sobre todo, respeto por sus derechos.

El reconocimiento no viene de documentos y resoluciones, sino que tiene que verse en las prácticas cotidianas. En las respuestas eficientes del sistema de salud, en la inclusión laboral y garantía de todo el conjunto de derechos civiles, políticos, económicos y culturales; porque detrás de todas las prácticas se esconden relaciones de poder que excluyen y marginalizan a muchas personas. 

Los derechos de las mujeres trans y de las trabajadoras sexuales no son negociables. Se deben garantizar. La antropóloga Colombiana María Ochoa utiliza el concepto de “ciudadanías ingratas” para describir casos como el de Alejandra. Con este se refiere a mujeres transexuales que rechazan el contrato que se les ofrece dentro de un sistema que clasifica binariamente – hombre o mujer – y que luego las expulsa y trata con violencia. Esta falta de reconocimiento del género es sumamente problemático para las miles de mujeres trans que viven en el país. 

Alejandra merece una voz y un nombre. Los medios insisten en referirse a ella como “la travesti que murió”. Alejandra, al igual que miles de mujeres trans, merece que se cuente su historia y que esta no quede en el aire. Alejandra y sus compañeras piden justicia. Desde la Dirección de Género de AlCentro nos unimos a este clamor.

*Miembro de la Dirección de Equidad de Género

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